Conviene recordar que el Barroco hizo de la muerte un motivo real de meditación; con ella se exhortaba a los fieles al desapego de la realidad visible y les invitaba al arrepentimiento. La fortuna alcanzada en vida era cambiante: la rueda de esa fortuna, a la vez que simbolizaba la vanidad del mundo, no dejaba de ser un recordatorio de la fugacidad de las glorias terrenales.
Precisamente, una gloria fugaz fue la existencia de esta reina inglesa, fallecida a la edad de treinta y dos años, para cuyas exequias Purcell firmaría una de las músicas fúnebres más conocidas de la Historia de la Música.
María subió al trono después de la Revolución Gloriosa, tras la deposición de su padre, el rey católico Jacobo II. Anteriormente, Carlos II, que se había convertido al catolicismo, había fallecido sin descendencia legítima (1685). Su hermano Jacobo II ascendió al poder y trató de institucionalizar la religión católica, iniciándose un período convulso entre él y James Scott, el hijo ilegítimo de su hermano, quien se había autoproclamado rey el mismo año. En 1688, algunos nobles solicitaron al flamenco y protestante príncipe Guillermo de Orange que acudiera a Inglaterra con un ejército para acabar con los deseos religiosos del monarca. El hecho inició la Revolución Gloriosa (1688), por la que el veintitrés de diciembre del mismo año Jacobo II huiría de Inglaterra. El Parlamento se reunió solemnemente para decidir en quién recaería la corona. La cuestión era tanto política como familiar, puesto que Guillermo de Orange era el sobrino de Jacobo, pero al tiempo esposo de María, y, como ésta había sido educada en la religión protestante, no parecía un problema en aceptarla como soberana del reino.
María reinó junto con su marido y la historia popular generalmente se refiere al reinado “de Guillermo y María”. Aunque por derecho de sangre era la soberana, cedía al esposo el poder cuando éste se encontraba en Inglaterra. Guillermo parece que era una persona áspera y aburrida, que detestaba Londres porque tenía problemas con el húmedo ambiente de la capital y añoraba los Países Bajos. Su interés por el arte era mínimo, salvo una colección de pinturas que reunió en palacio. La reina María coleccionaba porcelana china y muebles exóticos, y era una ávida lectora de historia y poesía. Guillermo siempre se ausentaba de Londres, pero en 1694 asistió por vez primera a la celebración del cumpleaños de su cónyuge. Cada treinta de abril María festejaba su natalicio y Purcell le dedicaba siempre una oda –seis escribió en total, una cada año, desde su coronación hasta su muerte-. Parece que el cambio de tendencia de Guillermo se debió a que prefirió posponer por un tiempo sus campañas militares, ante el desfavorable rumbo que tomaban sus acciones bélicas. Las constantes ausencias de Guillermo preocupaban a María, pues la reina tenía que asumir la responsabilidad del gobierno y enfrentarse a las constantes maniobras e intrigas de los políticos.
En otoño de 1694, la ciudad de Londres se vio sorprendida por la viruela. El uno de noviembre tuvieron lugar los solemnes festejos que celebraban el regreso de Guillermo de sus campañas de Flandes, pero por todo Londres se extendía la enfermedad. El rey enfermó, pero no de viruela, sino más por agotamiento. María le cuidaba. El veintiuno de diciembre la soberana se sintió indispuesta y con sarpullidos en los brazos. Las crónicas contaron que, consciente de lo que se le podría avecinar, esa misma tarde revisó sus asuntos personales, quemó documentos y ordenó otros, e incluso dispuso cómo habría de ser su funeral. Empeoró el veinticinco de diciembre, y no sirvieron de nada los remedios de la época: pócimas, sangrías y la aplicación de hierros candentes en las sienes. María falleció en la madrugada del veintiocho de diciembre.
Debido a la epidemia, el frío extremado y la indecisión política, las exequias no se iniciaron hasta el veintiuno de febrero, planeándose el traslado del féretro a la Abadía de Westminster para el cinco de marzo. La ceremonia fue la más grandiosa hasta ese momento en la historia de Inglaterra, con una solemne procesión hasta la abadía, con todas las tiendas de la ciudad cerradas y un cortejo monumental.
Hasta hoy se deba por sentado que el desolado viudo encargó a Purcell una música para acompañar a la reina en su último viaje -incluida en la banda sonora de Stanley Kubrick para La naranja mecánica, muy popular a principios de los setenta del pasado siglo-. También se daba por cierto que esa misma música sonó sólo unos meses después en el entierro del propio Purcell, pero he aquí que ahora se sabe que las Tres Sentencias Fúnebres de Purcell no fueron escritas para el funeral regio, y que la que se interpretó en la ceremonia de despedida de María II fue de Thomas Morley, empleada en todos los funerales de los soberanos ingleses desde Isabel I, y que la única contribución de Purcell había sido reponer unas partes extraviadas de la partitura de Morley, más la composición de dos piezas originales para trompetas. Por otro lado, está por ver que hubiera música alguna durante el entierro de Purcell.
La composición presenta una clara distribución: una marcha fúnebre encomendada a cuatro trompetas y percusión, tres sentencias para coro y órgano, y, entre cada una de ellas, una canzona destinada a las trompetas. El número de cierre vuelve a ser la marcha fúnebre del inicio.
Según Robert King, en su libro Purcell (Alianza Música), la marcha fue interpretada por cuatro trompetas de varas, y no de pistones –propias de las celebraciones triunfales-, debido a que aquellas permitían una mayor gama de notas cromáticas, y, por tanto, sonar en tonalidades menores, más propias de un funeral, y lo hicieron, o bien cuando el ataúd comenzó a atravesar el pasillo de la abadía, o bien cuando estaba ya colocado en su sitio, pero en modo alguno durante la procesión. Es de suponer que los percusionistas acompañasen al féretro por las calles, puesto que no entraron en la abadía.
De todos modos, la verdadera riqueza de la obra reside en los motetes. El arreglo de Purcell de estas sentencias contiene algunos de los mejores momentos de su música vocal. El motete titulado “Man that is born of a woman” crea una impresionante atmósfera de reflexión sobre la inmortalidad, mientras que “In the midst of life we are in death” trata sobre la brevedad de la vida humana, con continuas entradas en imitación, no exentas de disonancias, en un tono implorante. Y “Thou knowest, Lord, the secrets of ourhearts” es intenso y sobrio a la vez; este motete contó además con el apoyo de las cuatro trompetas de varas; tras él, se interpretó la canzona, que está basada en la misma música de la marcha, con un desarrollo y armonía llenos de ingenio y maestría.
Supuestamente, la única contribución de Purcell a la ceremonia fue la composición de la Marcha y la Canzona, y, quizá, el himno arcaico “Thou knowest, Lord”. Durante la procesión, una banda de oboes tocó dos marchas escritas por John Paisible y Thomas Tollett. El resto fue de Thomas Morley, escrito un siglo anterior a los plantos del “Orfeo Británico”, quien, el veintiuno de diciembre de 1695, experimentó un súbito empeoramiento de su precaria salud –quizá padecía tuberculosis-, por lo que redactó un sencillo testamento en el que dejaba sus bienes a su esposa Frances. Murió esa misma noche, a los treinta y seis años, y su funeral tuvo lugar el veintiséis de ese mes, igualmente en la Abadía de Westminster, poco tiempo después del de la malograda María.
Fortuna y muerte. La primera simbolizaba la vanidad humana y la incertidumbre del destino. El esqueleto proclama el triunfo de la muerte. Tal como refleja el tapiz -custodiado en el Museo de Bellas Artes de La Coruña-, cuyo tema central se inspira en la estampa “Alegoría de la muerte”, del grabador italiano Andrea Andreani (h.1560-1623), que, a su vez, se inspira en el dibujo de Giovanni Fortuna (1588), orfebre y dibujante sienés.
Santander, 15 de septiembre de 2021. Francisco Cano Salinas